Entre viajeros siempre hay una historia que contar, todos lo sabemos. «¿De dónde sos?», «¿Hace cuánto estás viajando?», «¿Dónde estuviste?», «¿Cómo viajas?», esa es la lista que encabeza el comienzo de una charla que no tiene fin, sobre una pasión en común que no hace más que unir corazones.
La mía es una más entre la de miles de viajeros que hay en el mundo, pero eso no la hace menos importante. Quizás con ella pueda ayudar a alguien a perseguir sus sueños, aunque no impliquen necesariamente viajar.
¿Cómo empezó todo?
Compré el pasaje para mi primer vuelo sola el día de mi cumpleaños número 20. Me informé, me organicé y, como no contaba con tanto dinero, decidí hacer un viaje lo más económico posible; durmiendo en hostels, viajando en bus, comiendo de supermercado y usando aviones "low cost".
El primero de Diciembre del 2015 pisé el primer destino de un viaje que debía durar tres meses y nunca terminó, Barcelona. Tenía reservada una habitación de doce personas durante veinte días en el St Christopher Hostel, tardé cuatro de ellos en enamorarme de un italoalbanés llamado Geri, más otros diez para decir que no iba a volver a Buenos Aires. La ciudad me atrapó y me hizo sentir que no podía ser feliz viviendo en otro lugar del mundo.
El viaje debía continuar así que me fui a Zaragoza a festejar Navidad, Año Nuevo y Reyes con los primos de mi padre. Estando allí hablé por primera vez con mi madre y le conté mi idea de quedarme más de lo previsto.
—Es una boludes, lo que tenés con este chico es algo del momento. Volvé pensalo bien y si seguís queriendo vivir allá, te vas. —me respondió ella.
Lejos estuvo de desanimarme, si había algo de lo que estaba segura era que si volvía a Argentina iba a tardar años en ahorrar para poder volver a la ciudad. Empecé a armar un plan y a investigar si podía cambiar la fecha del pasaje.

En ese tiempo visité una vez más Barcelona y, por esas casualidades de la vida, conocí a una argentina llamada Clara. Nos hizo el contacto un amigo de mi mamá, me pasó su número de WhatsApp, le escribí y fuí a su casa en Vallcarca a tomar unos mates. Clara tenía en ese momento treinta años y los últimos diez vividos en Barcelona. Se había casado con un argentino y tenía un bebé precioso de dos meses. Habló ella, hablé yo, hablaron los silencios. Le conté todo, que me había enamorado, que me quería quedar, que ya se lo había dicho a mi mamá y que iba a hacer todo lo que hiciera falta para no volver. Ella me escuchó, me contó su historia y me dijo eso que consideró que se le debía decir a alguien antes de que tome una decisión así.
—Si decidís quedarte a vivir acá tenés que saber que es muy posible que te termines sintiendo eternamente dividida. Al menos eso me pasó a mí, nunca acabé de sentirme parte de ninguno de los dos lugares. En España me ven como «la argentina» y en Argentina como «la española». Intenté volver eh, pero no me adapté —Me dijo mientras se servía un mate—. Terminé pensando que es parte de ser inmigrante, no sos feliz viviendo acá porque faltan los de allá pero allá, no podés lograr ni la mitad de las cosas que podés lograr acá. Ahora, si aceptás eso y decidís quedarte, contás conmigo.—
Tomé esa conversación como la primera señal de que iba por el camino correcto y entendí que quedarme a vivir en Barcelona era una forma de salir de la Matrix en la que había vivido toda la vida.









A los días volví a Zaragoza y partí a encontrarme con una amiga de mi ciudad natal, Marula. Con ella recorrí, en pleno Enero, Madrid, Paris, Amsterdam, Bruselas, Brujas, Venecia, Florencia y Roma. Al cumplir un mes de viaje me separé de ella y volé a Catalunya a ver a Geri.
Clara fue la única en esos -casi- tres meses que apoyó mi decisión. Todas y cada una de las personas a las que me acerqué y les conté mi historia insistieron en que debía volver a casa.
Faltaban cinco días para la fecha de mi vuelo. Confirmé que era más económico perderlo y comprar otro más adelante que cambiar la fecha. Hice cuentas y me choqué con la realidad, no contaba ni con un cuarto del dinero que hacía falta para mantenerme.
Geri había conseguido trabajo recientemente y me dijo que si hacía falta comíamos arroz juntos durante un año. Yo me decidí, hablé con mis padres y les conté el nuevo panorama. Ellos se negaron a que mi vida dependa de un pendejo de 20 años y me garantizaron la ayuda que necesitaba para quedarme a vivir acá.
No me presenté al aeropuerto y me quedé viviendo en el barrio Raval con Geri. Me mudé de calle, ciudad, país y continente en un sólo día. Hice un salto cuántico y, sin saberlo, mi historia cambió de ser «viajera» para convertirse en «inmigrante».
Esta es la carta que escribí la mañana en que perdí el vuelo.

Hoy, era el día en que volvía a casa, abrazaba a mis papás, mi hermano y mis amigas. Hoy, se suponía que terminaba el viaje y me despedía de la aventura y de mi gran amor. No fue así, decidí quedarme. Apostar por mí, por mis nuevas ambiciones, por la felicidad que encontré viajando, por lo que vendrá, por él.
Los comentarios siempre están, «¿Y la universidad?», «Sos muy chica, podes viajar cuando quieras, volvé a casa», «Estás loca», «Todo lo tuyo está acá», «Es un amor del momento, algo pasajero», «¿No serás muy impulsiva?», «Volvé, pensalo en frío», «¿Y cómo vas a hacer? Te vas a arrepentir.».
Pero no. Eso no soy yo, o ya no lo soy más. Ya no me da miedo el correr de las agujas del reloj. No me da miedo arriesgarme a vivir. No me da miedo perder las relaciones que dejo en Argentina. Viajando entendí, que no es necesario estar físicamente para estar presente, muchas veces hay gente que está al lado tuyo pero no está contigo. Los verdaderos amigos trascienden el tiempo y el espacio; ellos nunca se pierden, ellos siempre están. Jamás se es muy joven o muy adulto para ser feliz o para tomar control de tu vida. Lo material va y viene, las vivencias son las que te acompañan para siempre. El amor a primera vista existe. No hace falta hablar el mismo idioma para entenderse. Aunque viaje sola nunca lo estoy, mi familia me acompaña en todas mis decisiones, cada paso que dí, cada paso que doy es gracias a ellos, y jamás en la vida voy a poder terminar de agradecerles por tanta libertad.
Hoy, vivo en un sueño del que espero no despertar nunca. Los abrazo una vez más a la distancia, lamentándome por no tener tantas palabras como me gustaría para explicar el porqué de ésta decisión. Es sólo que hay veces que la lógica no pasa por la cabeza, sino por el corazón.