Llevábamos quince minutos de videollamada cuando papá, impaciente, irrumpió diciendo:

—Bueno Magalí, no podemos perder más tiempo. ¿Cuánto nos va a costar el chiste?

—La habitación sale 380 euros al mes, incluidos gastos y cosas de limpieza. Pero tengo que dar también un mes de fianza que me devuelven si me voy… —murmuré.

—¿Qué cosas tiene la habitación? —dijo mamá.

—Hay una cama de dos plazas y un perchero metálico.

—Bueno, eso significa que no son sólo 720 euros —respondió ella con una dulzura forzada —. Vas a necesitar perchas, almohada, sábanas, un acolchado…

—Para, para, para Claudia, hay que ir por partes —dijo él poniendo los ojos en blanco —. Magalí, averiguá cuánto podes retirar en el cajero o cómo te puedo hacer llegar la plata, ¿dale? Te dejo que tengo cosas que hacer —y se fue sin darme tiempo a despedirme.

—Tenele paciencia, está durmiendo poco y está preocupado. Te extraña.

—Pero si no quiere hablar conmigo mamá.

—Esto no es fácil para nadie, Maggie. Ahora está con que se pregunta qué hizo mal para que no quieras volver —vi en sus ojos que ella se preguntaba lo mismo.

—Nada mamá, no hicieron nada mal. Obvio que no hicieron nada mal… después hablamos, voy a averiguar esto. Te amo vieja y te extraño mucho.

—Yo más hija, andá, dale.

Afortunadamente ni Geri ni Fede estaban en la casa para escuchar la catarata de llanto que emergió descontroladamente del centro de mi pecho segundos después. La llamada había sido más dura de lo que esperaba. Pese a que llevábamos semanas comunicándonos sólo para hablar de dinero, la hostilidad y la frialdad con la que se dirigía a mí mi padre no dejaba de lastimarme. Mamá me había confesado días atrás que se sentía traicionado. ¿Qué padre no se sentiría así cuando “su nena” de veinte años primero lo convence para dejarla viajar sola y luego lo llama para decirle que se enamoró y que no piensa volver?

«Tengo suerte de que me siga atendiendo el teléfono. No puedo pretender que me llame, feliz de la vida, para contarme cómo le fue en el trabajo cuando recién está asimilando que no sabe cuándo me va a volver a ver», concluí.

Tenía que ser lo suficientemente adulta como para comprender que su distanciamiento no era más que el resultado de mi decisión y que yo, como en tantas otras ocasiones, debía entender que sus tiempos no era los míos, que cada quien ha de hacer su propio proceso y que no podía forzarlo a perdonarme.

Me dirigí a la heladera en busca de algo que me arrancara la tristeza o, al menos, la hiciese más llevadera. Cogí la torta oreo que había hecho para los chicos dos días atrás, a la que ellos no habían dado bocado aún y a la que yo estaba asesinando sin piedad cada vez que me acosaba la angustia. Caminé arrastrando los pies hasta la habitación a oscuras. Me senté en la cama y empecé a comer. Una cucharada. Dos. Tres. Cuatro. La -ahora dulce- soledad me asfixiaba. Me faltaban abrazos y palabras de contención. Necesitaba hablar con alguien que, cuando le dijera lo mal que me sentía por poner a mis padres en un compromiso, lo mucho que extrañaba mi casa o lo aburrida que era mi vida sin mis amigos, no me dijese “volvé”.

«No. Volver jamás podría ser la solución», pensé negada mientras chupaba la quinta cucharada sopera de torta.

Volver significaba perder a Geri, no poder caminar más sola por la calle o tener que pedir permiso para tomar cualquier decisión.  Había vivido veinte años dentro de una burbuja y ahora que la había roto me preguntaba si abandonar mi reciente sentimiento de libertad no era traicionarme a mí misma. Una voz en mi cabeza dijo «sí» con firmeza y entendí que podía caducar con todo menos conmigo misma.

Como cuando se rompe un vidrio o se cae un telón pude comprender, de un momento a otro, lo que Clara quería decir sobre sentirse dividido. Era imposible obviar la falta que me hacía mi tierra y las ganas de estar con todos los de allá pero era inadmisible privarme de hacer mi propia historia por el miedo y la comodidad de volver a lo conocido. Confiaba que mi padre lo comprendería y volvería a hablarme en algún momento. Es más, tenía la certeza absoluta de que tarde o temprano recordaría que eso que estaba adentro mío también había estado dentro de él. ¿Acaso no había soñado junto a mi madre venir a España a abrir una crepería y se había frenado por lealtad a su familia? Yo no podía ni debía repetir su historia. La fuerza de nuestro amor lograría ser mucho más grande que cualquier distancia física y que cualquier mandato.

Lancé la cuchara dentro del pote empalagada de tanto comer. Me levanté de la cama de un salto, fui al baño, me soné la nariz, me lavé la cara y mirándome al espejo me dije:

—Vas a usar esta plata y después no vas a pedir ni un mango más, ¿me escuchaste? ¡VOS PODES! Ahora deja de llorar cual víctima y ponete a laburar.

Volví a la habitación, cogí dos euros, la tablet que había comprado en mi visita a Madrid y huí al bar de la esquina a robar Wi-Fi, procurando dejar la angustia en casa.

Estaba sumida en la investigación cuando me llegó un WhatsApp de mi papá.

«Y? Sabes algo?»

«Solo se pueden retirar 100€ por día en el banco, estaba averiguando por Western Union pero cobran comisión y va a tardar también. Ellos necesitan la plata ya, no voy a poder mudarme ahí» respondí.

«Uy no empecemos con la negatividad, me dijiste que tenían un bar estos chicos?»

«Siii por?»

«Preguntales si aceptan American Express y se lo tarjeteamos»

Él siempre había cumplido el rol del resolutivo en casa y esta vez no era la excepción. Hicieron falta sólo tres horas y un mensaje transatlántico para que me ayudara a aclarar el panorama y me de la clave para solucionar mi problema.

Agarré mi celular y busqué en Youtube la canción que activaba mi coraje en aquel entonces: «Me vieron cruzar - Calle 13». Puse play, cerré los ojos y la escuché en bucle unas cuantas veces. Sentí con cada estrofa cómo mi sangre empezaba a ponerse caliente, cómo el corazón me latía cada vez más fuerte, mis piernas tenían ganas de correr y mi alma hambrienta de vida abandonaba el miedo, la vergüenza, las medias tintas y los no puedo.

Escribí y borré el mensaje que enviaría a Meri unas cinco veces, mínimo. Fui lo más sincera que pude. Agradecí la visita, le expliqué lo a gusto que me había sentido en su casa, cuán dispuesta estaba a adaptarme a sus reglas, la dificultad que tenía para conseguir el dinero y la idea que había tenido mi papá. Me puse a su merced y, aunque ya no creía en el mismo Dios que creí alguna vez, hablé para mis adentros y le pedí ayuda a las fuerzas del destino.

«Cielo, en vos confío, a vos me entrego. Que sea lo que tenga que ser» Susurré y marqué el botón de enviar.

Sinceramente, no sé qué pensó cuando leyó mi mensaje ni si mis temores de ponerla en un aprieto ocurrieron realmente. Sólo sé que me dijo que sí, que el otro chico no les había cerrado, que ellos también se habían sentido muy cómodos conmigo y que vaya al día siguiente al restaurante con mis cosas pues la habitación ya estaba libre para que me mudara.

Mudanza

Lloré todo el camino. Tenía el corazón revuelto y el cuerpo a punto de un colapso. Me sudaban las manos, el corazón me iba a mil y me dolía la panza. No podía obviar el hecho de que lo que estaba ocurriendo era pura magia. El cielo me había oído. Las fuerzas del universo habían jugado a mi favor apoyando el inexplicable deseo de mi alma. Mis padres, ante la circunstancia, habían doblegado el amor que sentían por mí y habían apoyado la idea de que volara libre en busca de mi misión. Meri había aparecido de la nada misma, trayendo calma y seguridad en un momento de pura incertidumbre. Geri jamás había dejado de aportar su granito de arena, no sólo siendo el único confidente fiel en mi nueva vida sino también recibiéndome bajo su techo hasta que yo pude abrir mis alas. Y yo, había tenido el coraje de abandonar todo lo conocido para elegirme únicamente a mí.

Saludé a Meri con un cálido y fuerte abrazo. Me senté en la barra, ella me sirvió una birra y yo le pedí una milanesa con papas fritas. Brindamos juntas por el nuevo comienzo y hablamos durante toda la comida, era una mujer de lo más interesante.

Al acabar respiré hondo y pedí la cuenta. Ella sonrió, se acercó a la caja y al volver, colocó frente a mí el datáfono, la cuenta y las llaves. Cogí de mi billetera la extensión de la American Express de mis papás y pagué la cuenta más cara de mi vida, 738 euros.

Bss, Maggie